Paradojas, metáforas e ironías

La desgracia que padece Haití es de una magnitud difícil de definir. La contemplación de las imágenes y la escucha de los relatos de los corresponsales me producen unas sensaciones que no soy capaz de expresar con palabras. La reflexión sobre sus protagonistas se ha adueñado de mis días e incluso de mis noches. Pienso en los compañeros periodistas que, a pie de desgracia, tienen la cruda oportunidad de narrar parte de la historia de la humanidad. Pienso en los deseos e ilusiones de todos aquellos que dejaron de existir, en sus vidas desgraciadas o felices, llenas o no de proyectos, en medio de la inmundicia de un país que subsiste a duras penas. Pero pienso sobre todo en los supervivientes. En su lucha por conseguir asistencia médica, agua y alimento, una lucha nacida de la desesperación, que les lleva a cometer cualquier tipo de delito.
 
Ante este panorama, sinceramente, no puedo evitar sentirme culpable. La vida está llena de injusticias, es cierto, de mayor o menor calibre, y ésta es una de tal magnitud que nos supera a todos. Pero más allá de la culpabilidad, quiero reflexionar como ser humano sobre qué podemos hacer nosotros, ciudadanos de un país desarrollado, que tenemos la inmensa suerte de tener nuestras necesidades básicas -sanidad, alimentación y cobijo- más que cubiertas. Nuestra contribución económica ayudará a las víctimas, es cierto, pero ¿qué más podemos hacer? Es cierto que cada uno de nosotros somos un punto en la inmensidad del universo, pero igual de cierto es que, en algún momento de nuestra vida, podemos llegar a jugar un papel importante o fundamental para los demás. Y esto que, en medio del escenario del que hablamos, puede resultar casi una paradoja, es absolutamente cierto en el caso de la muerte del senador demócrata Ted Kennedy el pasado agosto. Kennedy dedicó toda su vida al servicio público, luchó por la aprobación de leyes relacionadas con los derechos civiles, la educación, el salario mínimo o la reforma sanitaria, a la que dedicó gran parte de su existencia. Su fallecimiento supuso mucho más que la desaparición del último miembro del clan más emblemático de la izquierda americana, dejó vacante el escaño de Massachussets (que ocupó durante cinco décadas), ahora en manos republicanas. La pérdida de esta mayoría demócrata podría imposibilitar la aprobación de la reforma sanitaria. Massachussets se ha convertido en una metáfora y su desaparición en una ironía de la vida. Una existencia dedicada a un proyecto que su propia muerte podría acabar por imposibilitar.
 
La reforma sanitaria no es sólo una urgencia para los 30 millones de norteamericanos sin seguro de salud (la mayor parte, inmigrantes o personas de clases desfavorecidas), sino una absoluta prioridad para una economía que se deja en gasto sanitario más del 17% del PIB. El desastre social y económico del modelo sanitario norteamericano es una de las grandes lacras de EEUU. Para captar el problema, hay que entender las líneas generales de la reforma. La principal, la prohibición a las aseguradoras a que se nieguen a dar cobertura a personas enfermas. También los particulares estarán obligados a contratar un seguro aunque disfruten de buena salud; y todas las empresas tendrán que hacer lo propio con sus empleados y empleadas o pagar cuotas que contribuyan a cubrir el coste de los subsidios (subsidios que harían el seguro asequible a las familias de bajos ingresos). Y en medio de todo esto, no sólo debemos reflexionar sobre lo afortunados que somos por poder disfrutar de un sistema sanitario gratuito y generalizado, que nos atiende sin necesidad de credenciales, ni de disputas, ni de «papeles», mientras en otros países la asistencia sanitaria es considerada un auténtico lujo que no muchos pueden permitirse. Y, aunque no somos Ted Kennedy, no estaría de más pensar cómo cada una de nuestras acciones puede contribuir a mejorar o perjudicar la existencia de quienes están más cerca o… más lejos de nosotros.
 
Susana Muñoz

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