Rehabilitaciones y memoria histórica

El pasado mes mayo se celebró una semana de puertas abiertas tras la culminación de las obras de rehabilitación, iniciadas en 1992, de la sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía. Más de 15.000 personas acudieron al Palacio de San Telmo para contemplar esta auténtica joya del barroco. Comenzó su construcción en 1682, en terrenos extramuros de la ciudad que eran propiedad del Tribunal de la Inquisición, para albergar al Colegio Seminario de la Universidad de Mareantes, en el que se acogía y formaba a los huérfanos de los marineros.
 
La historia de la ocupación del palacio es ciertamente curiosa y les invito a conocerla. Cabe destacar que fue Colegio de Marina, sede de la Sociedad del Ferrocarril y de la Universidad Literaria, residencia oficial de los Duques de Montpensier y, posteriormente -tras legárselo en 1897 a la Archidiócesis de Sevilla, seminario hasta el año 1989, cuando es cedido por el Arzobispado a la Junta de Andalucía. La rehabilitación ha durado 55 meses, tras un trabajo arduo debido a la catalogación y conservación de los yacimientos arqueológicos descubiertos y por la realización de un proyecto complementario para actuar en el techo de madera de la capilla. Además, se ha procedido a la restauración de las doce estatuas de la fachada de Palos, obra de Antonio Susillo.  La rehabilitación del Palacio de San Telmo ha sacado a la luz su importancia como pieza clave para el crecimiento sur de la ciudad y, sobre todo, lo ha encumbrado como testimonio de nuestro pasado y de nuestra cultural. Además, hay que valorar la manera en la que el edificio se ha adaptado, a lo largo de tres siglos, al cambiante entorno urbano, manteniendo intacta su personalidad y su lenguaje arquitectónico barroco.
 
Es éste un valor que las jornadas de visitas organizadas no han sabido poner suficientemente de relieve. Y no lo han hecho, a mi juicio, por dos cuestiones: por la contaminación que algunas opiniones políticas ha generado en torno a los costes de la rehabilitación; y por una inadecuada gestión de las visitas, con jornadas y horarios escasos, lo que ha avivado la polémica y suscitado un gran número de críticas. Es ahí donde se vincula con un problema más general, que es la falta de comunicación entre la Administración y la ciudadanía, que trae como consecuencia que los mensajes sobre el valor patrimonial de muchos edificios, que son de todos, se acaben diluyendo en cifras falsas sobre el coste de lámparas y la procedencia del mármol de los suelos. No es ninguna novedad que la rehabilitación de los edificios históricos cuesta –mucho- dinero. También es verdad que el momento presente no es acaso el más feliz para la conclusión de este tipo de obras, con una crisis económica como la que estamos sufriendo casi todos. Pero no es menos cierto que las visitas podrían haberse organizado, sin duda, mejor.
 
Lo peor de todo es que el debate está siendo de una pobreza tal que acaba perjudicándonos a todos, impidiéndonos valorar la riqueza de la multitud de edificios que nos rodean (muchos salvados de la desaparición por la intervención de las Administraciones Públicas), contaminados como estamos por datos que, en muchas ocasiones, están sacados de contexto. Los muros, las piedras o las esculturas no son sólo curiosidades, son la muestra palpable de nuestra historia, forman parte de nuestra memoria histórica, porque sobre ellos se anclan dos bienes inmateriales que son nuestra cultura y nuestra identidad como seres individuales. Son nuestro PATRIMONIO. Y este es un valor que no somos capaces de percibir los ciudadanos, ni nos saben inculcar nuestros políticos. ¿No deberíamos quizá poner todos un poco de nuestra parte y enriquecernos culturalmente, en lugar de empobrecernos históricamente?
 
Susana Muñoz

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