Los invisibles de la sociedad

Hace más de un mes que Haití sufría una catástrofe natural de enormes magnitudes y yo reflexionaba sobre las sensaciones que me producía escuchar aquellos relatos, mientras contemplaba aterrorizada las imágenes de miles de cuerpos amontonados en las calles, con el temor de que la repetición de las mismas acabara por «inmunizarme». A finales del año pasado, Informe Semanal emitió un reportaje tremendamente impactante sobre los niños que viven en la calle en ciudades de todo el mundo. En 20 minutos se analizaba comparativamente la existencia de unos pocos niños y niñas que habían sido objeto de diversas informaciones en años anteriores y los traía a la actualidad. Eran consumidores de droga, que vendían su cuerpo sólo para comer o acaban recurriendo a la violencia para sobrevivir a un entorno social en el que ésta es la única forma de salvar la vida: El relato era crudo, crudísimo. La mayoría ni tan siquiera había conseguido sobrevivir y el resto había acabado por sucumbir a la miseria y la inmundicia que les rodeaban. Aquellas vidas truncadas por la muerte y el horror me dejaron sumida en una tristeza infinita.
 
Aquella noche lloré amargamente, de pena e impotencia, pensando en aquellas criaturas que jamás recibieron un beso o un abrazo de unos padres que les expulsaron de sus vidas; que no disfrutaron de juegos infantiles, despreocupados por recibir alimentos y calor; y lloré desde la culpabilidad de quien casi nada hace, ni mucho más -quizá- pueda hacer. Pensé en mis dos hijas, en mi fortuna por tenerlas, sanas, alegres, disfrutando de su vida de bebés; y también pensé en su suerte por haber nacido en un entorno lleno de amor y comodidades. Tal vez mi condición de madre casi recién estrenada me haga más vulnerable a todo aquello relacionado con la infancia. Si es así, no puedo más que celebrar mi capacidad de empatizar con quienes sufren. «Los hijos te engrandecen el alma», me recuerda mi compañero de vida. No ceso de reflexionar sobre lo importante que es, para quienes vivimos cómodamente, que veamos otras realidades: las del dolor, el   desamparo, la tristeza, la soledad o la enfermedad. La contemplación de la tragedia de Haití o la de aquellos niños, como la de otras mucho más cercanas geográficamente, como la de las víctimas de tantos atentados de ETA que hemos tenido la desgracia de sufrir, no puede dejar de afectarnos por muchas veces que veamos su reflejo en los medios de comunicación. Me niego a dar la espalda a las realidades que me causan o me causen dolor. Me horroriza llegar a «inmunizarme».
 
Me niego a deshumanizarme y como periodista reconozco, al mismo tiempo, que gran parte de responsabilidad puede llegar a recaer sobre nosotros como profesionales de la comunicación. Lo que deja de ser noticia acaba por diluirse en nuestra memoria y pasar al cajón del olvido, pero invisibilizar los problemas no significa que no existan. La noticia es un concepto manipulado en manos de unos y otros a su antojo. ¿Qué es noticia?, ¿quién lo marca: el público, el periodista, el medio, las circunstancias económicas, sociales, culturales? Son eternas preguntas sin respuesta.
 
Claro que no es agradable contemplar este tipo de imágenes desde el sillón de nuestra casa, pero como espectadora las reclamo y, como profesional de la información, abogo porque no olvidemos nuestro papel como relatores de la vida, con lo bueno y lo malo, lo agradable y lo desagradable. La realidad también es ésta y nosotros tenemos -bajo mi punto de vista- la obligación de contribuir a que se conozca con todos sus matices. No condenemos al olvido a quienes padecen las desgracias y desigualdades sociales. No sería justo. Como nos recuerda cada día Forges en su viñeta: «No te olvides de Haití»,…  ni de tantos otros.
 
Susana Muñoz

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