Buscando Andalucía
Eran las ocho y media de la mañana, yo estaba delante del Instituto Padre Luis Coloma, apagué el cigarrillo en el suelo mientras centenares de piernas subían las escaleras hacia las aulas, me di la vuelta y, dando marcha atrás, miré hacia el horizonte. Quería encontrar un sitio llamado Andalucía y empecé mi viaje. Nos fuimos de Jerez, éramos dos, yo y mi guitarra. No necesitaba más, porque en mi maleta llevaba mucha fantasía. En Madrid, en Ciencias del trabajo, comía a menudo en la cafetería. Allí Natividad me presentó a Engels y a Marx que, en aquellos tiempos por los que atravesaba España, estaban en la clandestinidad. Me tendieron la mano, me mostraron sus neuras y su panfleto y respondieron por un tiempo a mis preguntas a cambio de un café. En Burgos encontré a Pilar que vivía sueños de enfermera, le dije ven que el camino será dulce, pero ella deshojó la margarita y después dijo que no. Seguí buscando. En Barcelona encontré un adulto con acento extranjero que me dijo: chico robustece tu forma física, «Mens sana in corpore sano». Florencia me acogió en un colegio internacional donde me ejercité en forjar, no sin fatiga y esfuerzo, mi perfil de hombre-mundo. Mi tutor, un médico de iluminada inteligencia, me acompañó por los derroteros de la sabiduría, como el poeta Virgilio lo hizo con Dante en la Divina Comedia. Y Dante comenzó a ser para mí un ser libre, no un desengañado ni un siervo de partido como me enseñaron en la cafetería de Madrid. Su libro se convirtió en una sublime suma poética del saber y un maravilloso crisol de elementos teológicos, científicos y líricos, que me abrieron las puertas del Renacimiento. Conocí a Giotto, que había presagiado el resurgimiento del Ideal clásico, a Brunelleschi, Alberti y Masaccio que lo iniciaron y, finalmente, a Rafael, Miguel Ángel y Leonardo. Mientras aprendía a departir con ellos, escuchaba a Mozart, a Beethoven, a Gustav Mahler o a Stravinsky. Mi tutor me aclaró que la sabiduría es el tesoro por el cual todo se deja y me aconsejó que la curiosidad fuera el carburante para avanzar en la vida.
En París, me acogió el Louvre, allí me paré muchas horas delante de la Mona Lisa, mientras intentaba descubrir el misterio que se ocultaba detrás de su sonrisa. A mi lado encontré a Françoise, ella percibió la naturaleza de la inquietud que me invadía y me convenció: «en el principio fue la danza». Durante años me entregué al goce que propiciaba el movimiento de mi cuerpo. En aquellos años también encontré a Leopoldo que con su Sirtaki me contagió su sed de inmensidad, a Benni que trajo desde Suiza esas notas de jazz que siempre me acompañan, a André Gaborit, le troubadour intemporal, Gian Piero, amigo del alma y compañero de tardes de canciones viejas, pero siempre buenas para recordar, a Mariano Chimienti, el anticuario mágico que me enseño a descubrir tesoros antiguos. Seguí mi búsqueda y atravesé Asía y America para conocer a quien, entre Japón y California, estaba inventando el futuro. En EE.UU descubrí que allí nacía el viento. Volví a Europa y conocí a intelectuales de rostro serio y pensamiento mixto. Entre los que recuerdo con mayor afecto se encuentra Sirio Carmignani, ese tipógrafo toscano que me mostró otra cara del Comunismo, la de Enrico Berlinguer y su estrategia del llamado Compromiso histórico italiano. Pero en Milán encontré a la persona que centró certeramente mi vocación al periodismo. Fue en Via Negri, su nombre es Indro Montanelli. Volví a España, y en Madrid no me esperaba un recibimiento de banderas y banda de música, había que empezar desde cero. Cuatro años de duro trabajo, entre revistas de todos tipo, y al final la radio me catapultó a Sevilla. Finalmente Andalucía, de donde salí un día creyendo que la guitarra era una espada. Ahora es el periodismo y su día a día el que me vuelve a colocar detrás del humo de las barricadas, pero esta vez con la única bandera que vi enarbolar a quien me enamoró de la profesión. Esa bandera de la libertad de expresión que siempre sostuvo Montanelli lo llevó a ser un censor implacable de la arrogancia del poder. Estaba persuadido de que «Polichinela, aunque se vista de totalitario o democrático, sigue siendo Polichinela». Con estos parámetros y mucha ilusión, ahora trabajo en mi tierra, para Andalucía.
Manuel Bellido