Saramago, siempre Saramago
La triste noticia me sobrevino en la guardería de mis hijas, esperando para recogerlas. No podía creerlo, la cercana voz de la SER lo anunciaba a las 2.15: José Saramago acababa de morir. Sentí un nudo en el estómago y una desolación repentina que me llevó a exclamar un “qué lástima” sincero. En aquellos minutos desde que escuché en la radio la noticia hasta que vi la carita de mis niñas no dejé de pensar en el rostro sonriente de aquel hombre, al que siempre sentí cerca, y en la ternura que me inspiraba, tal vez por su naturalidad, quizá por su sencillez, seguro que por su aspecto frágil y por su edad. Saramago siempre fue para mí y será un recuerdo tierno, dulce y agradable. Y lo sentí doblemente, porque con él se iba un poco también y de nuevo Luis, mi suegro, que –como el escritor portugués- fue bondad e inteligencia en grado de excelencia y que, en el aspecto físico, era casi su “Hombre duplicado”.
Pero más allá del aspecto emocional, Saramago siempre será para mí la persona a la que agradecer que reforzara mi capacidad de pensar y analizar las distintas circunstancias de la vida. A mi juicio, el escritor portugués ha sido una de esas pocas personalidades con capacidad para generar la autoreflexión, desde lo más profundo de cada uno de nosotros, y de hacerlo desde la autocrítica, con gran humanidad y sentido del humor, aparentemente seguro de sus convicciones, basadas en sus propias debilidades; solidario con las causas en las que creía; siempre defensor de los derechos humanos, de la tolerancia –de aquella que le alejó de Portugal con la publicación de su “Pasión”-; pero también con gran crudeza hacia el ser humano, empezando por él mismo.
Confieso que mi acercamiento a Saramago fue tardío. Hace apenas 11 años y de la mano de mi compañero de vida. El primer libro que leí fue Memorial del Convento, le siguió La Pasión según Jesucristo y otros, hasta completar un buen número que atesoro en mi biblioteca personal. Los devoré, a veces de dos en dos. Alguno me gustó más que otro, es cierto, pero siempre saqué una enseñanza positiva de cada uno de ellos. Cada una de sus palabras era como una caricia a la inteligencia y a la vez un revulsivo al intelecto. Hace dos años que no leo ninguno de sus títulos. En mis pendientes para el verano, Caín. En mi futuro, releer algún título.
Su partida me ha dejado una extraña sensación de desamparo, de desazón. Me siento huérfana de sus palabras y de sus ideas. Nunca tuve la oportunidad de conocerle y ahora me arrepiento de no haber tenido el atrevimiento de acercarme a la caseta donde firmaba libros en la Feria de Madrid de hace cuatro años y decirle cuánto lo admiraba. Sin embargo, recuerdo la cadencia de su voz, su peculiar forma de hablar tan hispano-portuguesa. Y quisiera rememorar sus reflexiones, que escuché con admiración, y que siempre me hicieron analizar la influencia de mis actuaciones sobre quienes me rodean o rodearon: en definitiva, pensar. Pero mi memoria no da para tanto.
Ahora ya no está, pero por suerte permanece su obra. Y aunque suene a frase manida, en este caso, es una auténtica verdad. Nos quedan sus libros, para nuestra inmensa suerte, como los de otros genios de las letras que también se fueron. Hoy leí que la demanda de los libros de Saramago ha crecido un 708% transcurrido sólo el primer mes desde su muerte el pasado 18 de junio. Más allá del beneficio económico que genere, me consuela por nosotros mismos. En medio de esta especie de letargo generalizado en el que vivimos, tal vez su muerte pueda suponer un acicate para ayudarnos –desde sus palabras- a reflexionar, a pensar en qué somos, hacia dónde vamos y qué podemos hacer cada uno de nosotros por mejorar nuestro entorno más cercano y más lejano. Le necesitamos, como seres individuales y sociales. En octubre saldrá una recopilación de sus ideas –“Saramago en palabras”- y seguro que lo tendré entre mis manos. No quiero perderme ni una de sus palabras, aunque ya sólo puedan ser escritas. Saramago, siempre Saramago.
Susana Muñoz