La primera mujer médica en México

Ser mujer y querer estudiar medicina era algo incompatible a finales del siglo XIX. Sin embargo, aquello que parecía un imposible se hizo realidad de la mano de Matilde Montoya, la primera médica mexicana que pudo graduarse y ejercer como tal gracias a una admirable tenacidad de la que no se pudo desprender nunca  para lograr su sueño, convertido en ocasiones en pesadilla ante los continuos impedimentos  a los que se debía enfrentar.

Matilde Montoya nació un 14 de marzo de 1859 en la Ciudad de México. Fue criada como hija única a pesar de ser la última de dos hermanas (la primera murió a una temprana edad). La ideología conservadora de su padre, José María Montoya, quien se sentía con el derecho de coartar la libertad de su mujer, hizo que esta, Soledad Lafragua, se dedicara por completo a su hija, incluyendo la enseñanza. Con tan solo 4 años, Matilde ya sabía leer y escribir.

A pesar del recelo de su padre, este finalmente cedió para costearle unos estudios particulares, pues la pequeña no pudo inscribirse en la Escuela Primaria Superior debido a su corta edad, 11 años. Una vez terminada la enseñanza básica, Matilde mostró su interés por seguir aprendiendo y cultivándose. Así, entró en la Escuela de Parteras y Obstetras. Al completar su formación, comenzó a trabajar como partera en la ciudad de Puebla, colaborando con los doctores Luis Muñoz y Manuel Soriano. De ellos, pudo adquirir grandes conocimientos relativos al campo de la medicina. Además, ampliaba sus estudios acudiendo a clases particulares para completar el Bachillerato. No obstante, ya desde este momento, la voz de los médicos más radicales se hizo escuchar. Acusaban a Montoya de masona y protestante  y aconsejaban a la ciudadanía de no acudir a sus servicios ante la desconfianza que una mujer que no respetaba los roles de género generaba.

La enorme presión provocó que la joven optara por marcharse y resguardarse por un tiempo en Veracruz. Afortunadamente, esta huida no solo no sirvió para que Matilde cesara en su empeño de vivir de algo que entonces no se veía con buenos ojos, sino que fue más allá y decidió enfrentarse a quien hiciera falta para lograr un objetivo: estudiar Medicina.

De esta forma, poco tiempo después, Montoya regresó a Puebla y, tras aprobar un examen, fue inscrita en la Escuela de Medicina. Su admisión se celebró en una ceremonia pública a la que acudieron personalidades relevantes como el Gobernador del Estado, todos los abogados del poder judicial y numerosas damas pertenecientes a la alta sociedad que valoraban fascinadas la valentía de la futura médica. Si bien la acogida fue memorable, muy pronto, sectores del ámbito de la medicina comenzaron a escribir artículos para los periódicos en los que entre otras cosas, se llegaron a publicar afirmaciones como las siguientes: «mujer impúdica y peligrosa pretende convertirse en médica» o «debía ser perversa la mujer que quiere estudiar Medicina, para ver cadáveres de hombres desnudos».

Dentro de la Escuela, destacaban dos grupos, alumnos que apoyaban a Matilde, denominados  «Los Montoyos», y compañeros que, por otra parte, no entendían que hacía una joven estudiando allí. Estos últimos, junto a varios docentes, solicitaron una revisión del expediente de Montoya bajo el argumento de que los estudios de Bachillerato habían sido cursados en clases particulares y que, por tanto, asignaturas como latín, matemáticas o geografía no podían ser revalidadas. Como consecuencia, Matilde fue dada de baja de la Escuela.

No rindiéndose y para poder ser readmitida, optó por cursar estas asignaturas inscribiéndose en la Escuela de San Ildefonso pero, de nuevo, recibió un no por respuesta al reflejar el reglamento del centro que solo podían ser aceptados alumnos. No se dio por vencida y escribió una carta de su situación al mismísimo Presidente de la República, General Porfirio Díaz, quien escuchó su petición y ordenó dar facilidades a la joven para su admisión en la escuela.

No fue la única vez que Matilde tuvo que recurrir a la ayuda de tal alto cargo, pues poco tiempo después, tras terminar sus estudios y querer presentarse al examen profesional, se encontró con el mismo problema de la Escuela de San Ildefonso: al ser una mujer, no podía llevar a cabo la prueba. Sin embargo, el Presidente Díaz mandó actualizar los estatutos de la Escuela Nacional de Medicina para que las mujeres también tuvieran la posibilidad de graduarse en esta rama del saber. Finalmente, Montoya realizó su examen y aprobó de forma unánime por todo el jurado que la examinó.

Aunque las publicaciones médicas no hicieron eco de este acontecimiento, la prensa en general, incluso la conservadora, alabó el extraordinario esfuerzo de esta mujer que logró llegar hasta donde quería. Tras ser graduada, Matilde montó su propia consulta privada. A lo largo de su vida tendría dos, una en Mixcoac, donde vivía, y otro en Santa María la Ribera.

A los 50 años de su graduación, en 1937, la Asociación de Médicas Mexicanas, la Asociación de Universitarias Mexicanas y el Ateneo de Mujeres homenajearon la incansable lucha de Matilde. Ella moriría meses después, en enero de 1938 a la edad de 79 años. Su valentía y perseverancia sirvieron de inspiración a muchas mujeres que,  como ella, se empeñaron en formar parte de un mundo que, hasta entonces, solo había pertenecido a los hombres.

Alicia Cruz Acal

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