Emily Warren (1843-1903): La ingeniera del Puente de Brooklyn

Era hermosa a su manera y tenía una voluntad de hierro. Había conocido al que sería su marido a los veintiún años. El encuentro fue fruto del azar, a raíz de una visita a su hermano, oficial al mando del 5º Cuerpo del Ejército durante Guerra de Secesión, y a cuyas órdenes estaba el ingeniero civil Washington A. Roebling. Lo suyo fue un flechazo pues en 1865, antes de cumplirse un año del encuentro, Emily Warren y Roebling unían sus destinos. Él, hijo de otro destacado ingeniero, era un soldado brillante. Se había alistado en el ejército del norte licenciándose tres años después como coronel gracias a sus méritos militares. Emily, enseguida supo reconocer en él al hombre de su vida.

Tras finalizar la guerra, Roebling se volcó ayudando a su padre John A. Roebling en algunos proyectos de ingeniería como la construcción del Puente Cincinnati-Covington (Puente Colgante John A. Roebling), lo que le llevó a viajar con su joven esposa por Europa para conocer los últimos métodos de cimentación en obras civiles. En aquel viaje nacería John, el único hijo que tuvo el matrimonio.

Mientas, el suegro de Emily trabajaba en un nuevo proyecto: unir Brooklyn con Manhattan mediante un colosal puente. La idea surgió un día invernal en el que Roebling tuvo dificultades para llegar a Brooklyn, pues una gran capa de hielo cubría el East River y era imposible alcanzar la otra orilla con el único barco disponible, el Atlantic Avenue-Fulton Street Ferry. Por otra parte, se trataba de un trayecto habitualmente peligroso debido a la gran velocidad que a veces llevaban las aguas y al clima cambiante de cada estación. Aquel hombre visionario y de gran determinación se propuso solucionar el problema. Planteó a la municipalidad de Manhattan y de Brooklyn de construir un puente que uniera ambas ciudades.  Los gobernantes quedaron entusiasmados con la idea.

En 1867 se fundó la New York Bridge Company, una empresa privada para administrar los fondos públicos y supervisar el progreso de las obras. Dos años después, el 1 de junio de 1869, se aprobó el diseño del puente, en palabras de J.A Roebling “una gran obra de arte”. Todo marchaba sobre ruedas, pero uno de esos inesperados sucesos iba a cambiar el curso de la historia. Uno de aquellos días, Roebling inspeccionaba el terreno para una de las torres neogóticas del puente, cuando un trasbordador que entraba en el muelle de Brooklyn le aplastó un pie ocasionándole grandes heridas. Roebling se negó a recibir tratamiento médico convencional y un mes después, a pesar de haberle sido amputada la extremidad, moría debido a la infección y el tétano.

Fue al poco de regresar a los Estados Unidos, que su hijo conoció la triste noticia. Aquello llevó a este joven de 32 años a sucederle en el proyecto como ingeniero jefe.

Grandes cambios transformaban la ciudad. Acababa de terminar la Guerra Civil, lo que abría un panorama esperanzador en el país. Se acababa de abrir la Bolsa del Algodón y el comercio daba vida al puerto con productos procedentes de Europa. En la década de 1860, sólo ese puerto aseguraba un cuarto de las exportaciones estadounidenses. Grandes fardos de telas, alcohol, azúcar, café, té y cigarros entre otras mercancías, eran descargados en los muelles de la bahía. El puerto crecía especialmente en Brooklyn y en la orilla de New Jersey. Los primeros muelles de embarque revestidos, los Piers, que tanto hemos visto en películas, comenzaban a perfilar la fisonomía costera de la ciudad de Nueva York. Las instalaciones portuarias a lo largo del Hutson llegarían hasta la calle 70 a fines de siglo.

La idea de que un puente pudiera conectar Brooklyn y Nueva York era vista con entusiasmo por los comerciantes y emprendedores que habían abierto refinerías de azúcar, mataderos, cervecerías, tabaqueras, talleres de confección, construcciones navales, casas de negocios e imprentas, en su mayoría concentradas al sur de Manhattan. El crecimiento del ferrocarril y las mejoras del transporte urbano, habían multiplicado los bancos comerciales pasando, de 25 en 1845 a 506 en 1883. Las grandes marcas como Macy’s y Bloomingdale’s, ya habían hecho acto de presencia desde que Broadway se convirtiera en la arteria comercial de la ciudad. La extensión urbana ya superaba el límite de Manhattan y el barrio de Brooklyn había adquirido el estatus de ciudad en 1834. La obra de ingeniería a cargo del esposo de Emily Warren, abría posibilidades insospechadas.

Durante aquellos primeros años Roebling se enfrascó en el proyecto, aportando mejoras en el diseño, estudiando las últimas técnicas de construcción, calculando estructuras…  Tuvo que intervenir para sofocar las llamas en el incendio declarado en uno de los pozos de cimentación, y aquello le llevó a visitar con más frecuencia estas estructuras. Sin ser consciente de ello, fue respirando aire comprimido lo que en un momento dado le produjo un tipo de embolia ocasionada por una disminución brusca de la presión atmosférica.  Aquello se complicó con otros daños adicionales y el síndrome de descompresión fue debilitando su salud hasta el punto de incapacitarle para trabajar en la obra.

En 1882, cuando las autoridades amenazaron con prescindir de sus servicios como ingeniero jefe Emily, con mano izquierda pero también con mano firme, presionó hábilmente para defender el puesto de su esposo y convencer a los políticos y promotores de poder culminar la obra. Inesperadamente, su oferta es aceptada.

De un día a otro pasó de ser la enfermera, compañera y confidente de Roebling, a convertirse en ayudante de ingeniería. Había ido empapándose de los datos, los planos y las fórmulas matemáticas, hasta adquirir los conocimientos necesarios para actuar como interlocutora ante los cientos de trabajadores.

La aguardan más de 10 años de duro trabajo controlando los gastos de un presupuesto de 15 millones de dólares.  Las obras resultaron durísimas, dirigiendo a 600 obreros inmigrantes que trabajaban en condiciones miserables y peligrosas. Para la excavación del terreno por debajo del río se empleaba dinamita. Los sustos, los imprevistos y los heridos eran habituales.  Los accidentes y el aeroembolismo, enfermedad ocasionada por los cambios de presión en el agua, acabarían con la vida de 20 obreros. Fueron años viéndoselas con políticos, ingenieros y rivales para dar forma a 6.740 toneladas de materiales.

Emily hizo de mensajera de su esposo transmitiendo información vital para la obra. Roebling contemplaba su progreso desde la ventana de su apartamento en Brooklyn Heights. Hasta ese momento, los cables de acero sólo se habían empleado en la construcción de ferrocarriles, pero no en los puentes donde lo habitual era el hierro, de modo que había dudas sobre el éxito del proyecto.

La primera escena épica se produjo en agosto de 1876, cuando las orillas de Manhattan y Brooklyn quedaban unidas por primera vez a través de un cable de acero. Para demostrar su resistencia, uno de los maestros en mecánica cruzó el East River deslizándose por el cable, montado en una especie de tirolina similar a una silla. La expectación fue formidable y los vítores llenaron el aire a uno y otro lado del rio. Unos meses después, en febrero de 1877, se concluían las torres de anclaje y los pilares que quedaron unidos provisionalmente por una pasarela peatonal. Los magníficos pilares con doble arcada y una altura de 84 metros, sólo eran superados por la torre de la Trinity Church en Wall Street.

El 24 mayo de 1883 y habiéndose llevado por delante la vida de 30 trabajadores, la obra que había empezado el 3 de enero 1870 (seis meses después de la muerte de su diseñador) quedaba concluida. En total, 1800 metros de gigantesca pasarela y 23 000 kilómetros de cable de suspensión sujetando la estructura. Algo inédito hasta entonces. El día de la inauguración oficial, Roebling contemplaba con su telescopio aquel prodigio diseñado por su padre capaz de albergar dos calzadas de doble vía para carruajes y caballería en los extremos, dos vías de tranvía en el centro y una plataforma peatonal elevada. Pero la mirada, sobre todo, estaba fija en su esposa que, llevando un gallo como símbolo de victoria, se convertía en una de las dos primeras personas en cruzar el puente. Le acompañaba Chester Arthur, presidente del país.  Lo hizo subida en un carruaje investida del orgullo y la solemnidad propia del histórico momento. Se había convertido en la «primera ingeniera de campo». Les siguieron numerosos vehículos y unas 150.000 personas.

“Este es un monumento eterno a la devoción y el sacrificio de una esposa y a su capacidad de recibir una formación de la que ha sido apartada durante demasiado tiempo”. Así calificó el congresista neoyorquino Abram Hewitt (que sería nombrado alcalde de la ciudad poco después) aquel logro.

El puente se inauguró con el nombre de New York and Brooklyn Bridge. Después, se convirtió en el puente del East River. No sería hasta 1915 en que recibió su nombre actual. Pero el Brooklyn Bridge no dejó de ser noticia. Seis días después de su inauguración se rumoreó que iba a derrumbarse. Aquello provocó una estampida humana que terminó en la muerte de doce personas e hizo que nadie quisiera cruzarlo. En respuesta a tales rumores se organizó un desfile de elefantes para demostrar que el puente no se iba a desplomar. Jumbo, un ejemplar de siete toneladas seguido de otros veinte soberbios paquidermos, recorrieron la estructura desde Brooklyn hasta Manhattan. El desfile logró recuperar la confianza en la seguridad del primer puente suspendido mediante cables de acero. Durante 20 años sería la estructura colgante más larga del mundo. El nombre de quien estuvo detrás de su creación es visible en una placa.

Desde su inauguración, el puente fue atrayendo a los amantes de los desafíos imposibles, entre ellos los audaces “saltadores”. El primero de ellos se lanzó en mayo de 1885, y aunque fue rescatado con vida del agua, ya nada se pudo hacer por él.

Fue precisamente una mujer, llamada Clara McArthur, la primera persona en saltar y vivir para contarlo. Ocurrió en 1895.  Doce años después de que Emily Warren desfilara por él. Quizás le dio un punto de locura o quizás fue su peculiar manera de celebrar la inminente bajada de telón de un siglo que no siempre fue justo con las mujeres. Sea como fuere, eligió el mejor escenario posible para honrar a la persona que hizo posible su construcción.

Actualmente, los cables de acero y las dos torres neogóticas que se elevan por encima del agua forman una de las más bellas estampas neoyorquinas. Gracias Emily.

Ediciones Casiopea

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