Esperar
Cuando desperté esta mañana fue lo primero que vino a mi mente: esperar. Hay momentos en nuestra vida en los que sólo podemos ejercer el oficio de agricultoras. Limpiamos la tierra y la preparamos para la siembra. Plantamos la semilla, la regamos… y a esperar. Pero no, así sólo no basta.
Tengo un pequeño huerto en mi casa, tan pequeño que lo que hay sembrado son tomates cherry. Hace unas semanas planté la semilla siguiendo todas las instrucciones indicadas. Le eché nutrientes, agua… y en unas semanas, si todo va bien, podré saborearlos. Ahora bien, cada mañana casi lo primero que hago al levantarme es ir a ver mi planta. Disfruto viendo como ha crecido, las hojitas nuevas, las más verdes, las menos verdes, las distintas formas que van adoptando desde que son una yema hasta que llegan a su tamaño maduro. Les quito las hojas secas para embellecerla y porque pienso que pueden impedir un buen crecimiento. En general, cada vez que vuelvo de la calle o cuando me acuerdo, voy a verla. Yo creo que ella se da cuenta porque siempre me sorprende con algún cambio.
No me parece ninguna cursilada. Los tomates saldrán igual, pero nada será igual. Asociamos el verbo esperar con sentarnos y estar inactivas. Pero la espera tiene que ser activa. Siempre estamos esperando algo. A veces las cosas llegan porque tiene que ser así. Pero muchas veces tenemos que ser partícipes de esa espera. A veces nos pueden tachar de locas y no confiar en nuestra esperanza, por ello tenemos que ser las primeras en confiar en nosotras mismas y creernos nuestra batalla. Si tenemos confianza en nosotras y en las cosas que esperamos no debemos permitir que nadie nos ponga obstáculos, que nadie nos ponga puertas a nuestro campo. Cuando pienso en esto me acuerdo de una actitud de desconfianza que ejercí hace unos años. Crecí en un bonito pueblo del norte de España. Rodeado de verdes praderas, pastos para el ganado y cultivos exquisitos. Entonces, cuando no había tanta modernización, íbamos cada día al caserío a comprar la leche recién ordeñada. Para poder consumirla había que hervirla; tenía que subir tres veces y había que estar muy pendiente para que no se derramara. Ahora bien, después de unos minutos mirándola atentamente, justo en el momento que volvías la cabeza… se derramaba. Luego se formaba una espesa capa de nata con la que se hacían unos bizcochos deliciosos.
Un día el casero nos dijo que iba a vender las vacas porque su hijo, que había estudiado cocina, iba a montar un restaurante en el caserío. ¡Vaya locura!, pensé. ¿Quién iba a ir a un sitio tan apartado a comer? Un restaurante casi en medio del campo… Seguí la obra paso a paso, ladrillo a ladrillo. Vi como ponían carteles por mi calle indicando la ubicación (menos mal, si no quién iba a saber que aquello estaba allí).
Hoy día, como dice su dueño, han comido allí gentes de todas las esquinas del mundo y acaba de inaugurar su cuarto restaurante, en Sevilla. ¡Aupa Martintxo!
No desesperes y confía en tu espera.
Lourdes Otero